La experiencia de estar enfermo en un niño

En el día a día, rebosante de quehaceres y preocupaciones, pocas veces nos detenemos a reflexionar las posibilidades que nos regala nuestro cuerpo. Él humildemente, como un servidor, como una mera herramienta, se ofrece para que hagamos uso de él. Así podemos manifestar y llevar al mundo, gran parte de nuestra vida anímico espiritual. Lo damos como un hecho y en general no apreciamos sus fieles servicios, sino hasta que sobreviene una enfermedad, una molestia, que nos advierte que algo no está bien.
Para la forma moderna de vida, este hecho es en general un escollo, que hay que “sacarse de encima” a como dé lugar y lo antes posible. Otra posibilidad, para quien pueda vivir la experiencia del estar enfermo, es preguntarse por el significado de la misma. Detenerse y tomar contacto con lo más profundo de uno mismo y escuchar todas las preguntas que pueden surgir de esta vivencia. ¿Es que de verdad esta experiencia, nada tiene que ver conmigo?; ¿Cuál es la relación de mi ser anímico espiritual con mi cuerpo?; ¿Por qué a mí? Es una oportunidad de detener el trajín cotidiano y revincularse con nuestra profundidad.
El niño pequeño, no se cuestiona en general sus experiencias corporales. Él las vive intensamente. Se sumerge en esa vivencia y es “uno” con ella.
En las enfermedades infantiles típicas, aunque no sea lo que corrientemente se sabe de ellas, una gran transformación se está llevando a cabo. Es característico ver que después de un estado febril (que no se ha acallado con antipiréticos) el niño crece, o madura, o le cambian algunos rasgos…algo se transforma. Ese niño es otro, después de su enfermedad.
Cuando los padres pueden vincularse con la enfermedad de manera orgánica; es decir como conformando parte de la naturaleza del ser humano y como “vivencia alquímica” donde se pueden gestar importantes transformaciones evolutivas en la biografía individual, pueden acompañar la enfermedad de sus hijos también de otra manera. La mamá lo es más que nunca, practicando sus incansables cuidados, el papá también puede ayudar activamente en estas tareas. Otro papel, no poco importante que le compete, es el de brindar apoyo a la mamá, de modo que exista la tranquilidad y la seguridad necesarias para enfrentar la situación de la mejor manera.
Todos sabemos lo preocupante que es ver a un niño enfermo. Pongámonos, no obstante, en el lugar de él. ¿Qué es lo que necesita? Imaginemos su situación con una mamá llena de pánico, porque él está con fiebre. El pequeño está viviendo un proceso intenso y si encuentra la calma comprensión de él en quienes lo rodean (sus padres, ayudados por el médico), se entrega plenamente a él.
Pertenece a los recuerdos que invocan mayor calidez y cobijo, alguna experiencia de enfermedad siendo niño. Cómo la mamá venía con una sopita o una fruta cortadita en trozos a nuestra cama y se sentaba a acompañarnos. Cómo cada tanto nos tocaba nuestro remedio, que ella con toda dedicación y prolijidad nos daba. Cómo nos arropaba o se aseguraba de dejarnos bien tapaditos antes de retirarse por un rato de nuestro lado. Y la alegría de nuestros padres cuando comenzábamos a mejorar. Son experiencias inolvidables. Del malestar casi no queda recuerdo, pero sí de lo que se vivió en un acto tan humano como éste. Un ser humano se olvida de sí y se entrega por completo al cuidado de otro que lo necesita en ese momento.
En esas circunstancias, las enfermedades no se viven como algo dramático, sino como parte de la vida. Muchas veces se constituyen en los recuerdos más profundamente atesorados de la infancia.
Este es un llamado a la reflexión, para prepararnos mientras nuestros niños estén sanos, de modo que cuando sobrevenga la enfermedad tengamos las herramientas interiores para acompañarla como ella se merece. La enfermedad tiene un sentido. El miedo no puede conducir a nada constructivo. Por la cercanía tan íntima del niño con su madre, el miedo en ésta, puede incluso repercutir negativamente en su proceso de sanación. Tenemos que ocuparnos activamente del niño enfermo y recordar que la experiencia de cobijo y amor parentales, son el verdadero vientre donde las propias fuerzas sanadoras del pequeño pueden desplegarse con todo su vigor. Sólo este estar presente, en todos los planos, desde el físico, hasta el anímico-espiritual es el que permitirá a nuestro niño vivir la experiencia de enfermedad como algo plenamente humano, como parte intrínseca de su biografía individual.
Carina Vaca Zeller
Setiembre de 2004