Introducción

Ejemplo de bebés tranquilos: “Sus días transcurren más o menos del siguiente modo: cuando despiertan por las mañanas, se mueven en silencio o balbucean, hablan, cantan, juegan solos. Por lo general lloran sólo pocas veces –en ocasiones no lo hacen varios días seguidos- y solamente lo hacen cuando algo les duele, cuando algo les falta. Llegada la mañana, saludan sonrientes a la madre o al padre que se les acerca. Desayunan con buen apetito y siguen alegres y tranquilos cuando nuevamente están solos. Hablan, miran en derredor, patalean, siguen jugando. De ese modo pasan la mayor parte del día. Cuando les da sueño, simplemente se duermen, sin que nadie tenga que esforzarse para que lo hagan. Todas sus comidas, todas sus mudas y la atención que reciben, todos los momentos pasados con sus padres, transcurren tranquilamente, alegremente.
¿Cómo es que tantos bebés llegan a portarse de un modo tan diferente? Gran número de lactantes despiertan llorando por las mañanas y muchas veces lloran durante el día. No dan un minuto de tregua a su entorno, lloran hasta que se los saque de la cuna o se les brinde atención de otro modo. Demandan una permanente atención, pero personalmente son incapaces de concentrar su atención en algo por cierto tiempo. Se esfuerzan –casi siempre con el único medio que conocen, sus incesantes berridos- por atraer sobre sí la atención de su entorno. Son inquietos, mal humorados, “nerviosos”. Dejados a solas, no saben qué hacer consigo mismo.
¿Acaso he seleccionado bebés con una disposición especialmente tranquila? No. Todo lactante sería tranquilo si no se le hubiera educado de otro modo. Ningún niño nace “nervioso”, en el sentido de cómo se afirma eso respecto de los adultos. Si se consideraran las necesidades que les son propias, todos los bebés sanos serían alegres y tranquilos.
¿Es algo tan difícil de hacer realidad?
En absoluto. Sólo que toda madre siempre debería tener presentes algunas cosas.
Antes que nada, toda madre debería entender que su niño no es un juguete. El lactante no está para entretener a sus padres, a los abuelos, a los hermanitos, parientes y conocidos, no está para que lo lleven en brazos de la mañana a la noche, le hagan cosquillas, bailen con él, etc. El niño que no reaccionase a eso con mucho llanto, inquietud, “nerviosismo”, tendría que tener nervios de acero. ¿Cómo se sentiría un adulto si tuviera que vivir durante meses o años en las pistas de un circo con el público observándolo únicamente a él de modo constante e ininterrumpido?
La madre también debiera aprender que su bebé no es un objeto para competencias. “¿Qué sabe hacer ya el niño? se interrogan mutuamente los padres -incluso los parientes y los conocidos- cuando se saludan. “¿Ya es capaz de sentarse, de pararse, de mantenerse en pie?” etc., preguntan, por la simple razón de que otro ya sabe hacer esto o aquello; cuántas veces no se obliga al niño a comer sólo porque “otro” ya pesa unos gramos más; o se obliga al niño a sentarse o a pararse; o se le repiten determinadas palabras hasta el hastío, porque otro ya dice papá o mamá.
¡Pobre bebé! ¡Qué cantidad de cosas debe saber lo antes posible! ¿Pero, por qué debe hacerlo? ¿A quién le sirve? ¿A quién perjudica que el niño no aprenda algo en un “plazo determinado”? El momento preciso de cuándo un lactante aprende determinada cosa es totalmente indiferente para su desarrollo posterior. Sin embargo, si siempre debe estar ensayando algo para lo que todavía no está maduro, eso por regla puede surtir un efecto nada conveniente sobre su vida futura.
No olvidemos jamás que el bebé también es un ser humano, con disposiciones individuales, con un sistema nervioso individual; sólo podremos guiarlo y educarlo si realmente lo vemos así.
Desde luego que esto no sólo vale para la lactancia. Pero considero especialmente importante prestarle atención justamente en relación al período de la lactancia. Nos resuta más fácil comprender la situación de niños ya mayores y, por tanto, darnos cuenta de ella. Nos resulta más fácil juzgar acaso un niño se encuentra en una buena o mala condición. Nadie, por ejemplo, tendrá por bien humorado a un niño sentado con cara triste pero que ríe cuando se le hacen cosquillas. He podido observar, sin embargo, que se califica de “buena” la condición de un bebé cuando, por ejemplo, estalla en risa al hacérsele cosquillas, sin importar todo lo infeliz que pueda sentirse en general.
Lamento la situación de los indefensos bebés. Es frecuente que los padres, debido a su falta de experiencia o por conocimientos equivocados, muchas veces interfieren en contra de su voluntad en el desarrollo de sus niños durante la lactancia. Lo lamento tanto más porque son justamente los primeros años de vida los que cimentan la base sobre la que se estructura todo lo que seguirá en los años venideros.
Claro que sería un error pensar que podemos convertir a los niños en seres perfectos a través de una educación adecuada. Del mismo modo, tampoco sucumben todos los niños formados de modo equivocado. Sin embargo, con una educación sensata podremos lograr que cada niño se desarrolle del mejor modo posible en el marco de sus propias capacidades.
Enseñar a llorar
¿Por qué llora el recién nacido?
Porque muchas veces no se siente bien. Estaba acostumbrado a algo mejor. Al silencio y a la tranquilidad, a la oscuridad, y a una temperatura agradable y constante. El alimento le llegaba preparado. No necesitaba respirar. No estaba expuesto a mayores presiones, a ningún tipo de roce, pues durante casi nueve meses pudo flotar libremente. El nacimiento es la primera experiencia sumamente desagradable para un niño, y después desagrado se suma a desagrado. Hambre, sed, ropa más o menos tiesa, que limita sus movimientos y roza su cuerpo, los pañales.
El recién nacido debe acostumbrarse a muchas cosas imposibles de cambiar. Ese acostumbramiento toma muchas semanas y mientras se verifica, el niño llora a menudo.
Un niño más sensible llora con frecuencia durante los primeros días, incluso durante las primeras semanas. Y especialmente los recién nacidos con bajo peso de nacimiento, los llamados niños “nerviosos”. Lo contrario son aquellos niños que desde un comienzo duermen toda la noche y que en ocasiones incluso duermen todo el día, y que aun despiertos permanecen tranquilos. El niño promedio, sin embargo, llora bastante durante las primeras 5 a 8 semanas, aunque también duerme bastante.
Durante los primeros dos a tres meses todo lactante sano que se desarrolla de modo normal se irá acostumbrando a los desagrados menores de la vida, a la luz más fuerte, a cierto ruido, a un moderado sonido de tripas y también a todo lo demás. Se acostumbra a ellos, los internaliza, permanece tranquilamente despierto por un tiempo cada vez mayor.
En el curso de 2 a 3 meses, el niño recién nacido intranquilo tampoco llora más que el tranquilo: a lo más, su modo de llorar será diferente. Después de 2 a 3 meses el bebé sólo llorará –en caso de estar debidamente atendido- cuando sufre por una fuerte incomodidad o cuando siente dolores, calmándose apenas éstos son aliviados.
El lactante sano de 2 a 4 meses habitualmente ya duerme toda la noche, siempre y cuando sea adecuadamente atendido. También de día duerme mucho. Cuando está despierto, ensaya su voz, sonríe, patalea, se estira, mira en derredor, se chupa el dedo. De modo que la mayor parte del día estará tranquilo, alegremente contemplativo.
Todo bebé sano podría comportarse de ese modo, más aún, así es como debiera ser.
Pero infortunadamente muchas veces los niños no se comportan de ese modo; mientras mayor sea el lactante, llorará tanto más reiterada- sostenida- y enérgicamente. Cuántas veces no nos toca escuchar: “El niño no para de llorar cuando está solo”. O: “Llora cuando no nos ocupamos con él, cuando no lo tomamos en brazos” – “Llora hasta que lo mecemos”. – “Hay que cantarle para que se duerma, porque si no se queda dormido”. Todo eso no es si no el resultado de errores en la crianza y la educación.
Al comienzo, el bebé llora repetidamente, como ya señalé. ¿Qué debemos hacer para que no llore?
Nada.
Pues: nada contra que llore.
Pero por supuesto que debemos hacer todo para volver la situación del recién nacido lo más soportable que sea posible de acuerdo a las circunstancias. Debemos velar por su tranquilidad, que nada ni nadie moleste al lactante, que hasta donde sea posible se encuentre en un medio de temperatura pareja. Cuidemos que esté protegido de luz demasiado clara, de ruido excesivo. Mantengámoslo limpio y en orden. (Claro que eso no significa que se le mude cada media hora). Dejemos que se mueva con libertad. Su ropa debe ser suave y suelta. Cuidemos su piel, cuidemos que sea alimentado de modo sistemático y suficiente en lapsos adecuados a las necesidades del niño- cada vez que sea posible del pecho. Es decir, debemos ayudar al bebé que llora. Debemos tratar de eliminar la causa del llanto y así el niño se tranquilizará en poco tiempo. Y si eso no resulta, desde luego que no debemos permitir que llore con desesperación; si no pudimos ayudarle, tomémoslo en brazos, soseguémoslo, y apenas se haya traquilizado, volvamos a acostarlo en su cuna. Por regla se acomodará en ella y se quedará dormido tranquilamente.
También de noche debemos conducirnos de ese modo. Ha quedado demostrado que si de noche dejamos que el bebé pase hambre y llore, ese no es el camino correcto para alcanzar más adelante que duerma “sosegadamente y de un tirón”. Por el contrario, si el recién nacido bien atendido durante el día despierta de noche y llora, y luego es también sosegado y alimentado de noche, se verá que en tan sólo una pocas semanas logrará dormir de un tirón sin ningún tipo de entrenamiento contra el llanto, que solamente lo volvería inquieto e inseguro.
Pero muchas veces las madres actúan de modo completamente diferente: cuando el recién nacido comienza a llorar, saltan de la cama para seguir una rutina mecánica, y en vez de averiguar el motivo del llanto toman al bebé, lo mudan, caminan con él en brazos de un lado para el otro, lo mecen, le cantan, simplemente buscan sosegarlo y de ese modo pierden de vista la verdadera ayuda que está solicitando.
Mirando más de cerca: ¿En qué consiste realmente esta forma de tranquilizarlo?
Se camina con el recién nacido de un lado para otro, se le mece en brazos. De ese modo no se le alivian potenciales dolores ni incomodidades menores, como, por ejemplo, que esté sintiendo frío o calor, y tampoco se mejora su malestar general. Pero se calmará, para el caso de que el motivo de su incomodidad no sea demasiado grave. El bebé se tranquiliza, en cierto modo se aturde. Se va acostumbrando a ese ligero aturdimiento y, con el tiempo, ese aturdimiento se le vuelve una necesidad vital, como la nicotina para el fumador o la bebida para el alcohólico. No puede ni querrá renunciar a él. Por regla, esa demanda también se presentará cuando el pequeño no es molestado por ninguna otra causa.
Lo mismo vale también para la “distracción” de los niños”.
Uno se “ocupa” con el niño, baila con él, le balbucea, le hace sonar el cascabel, le silva, le canta, se le enciende la radio. El pequeño se va acostumbrando a todo eso, y del mismo modo como ocurre cuando es mecido, le va gustando, y más adelante ya no querrá prescindir de aquello. También se le acostumbra a ser el punto de referencia para los adultos, a que se ocupen con él cada vez que está despierto, lo que conduce a que ya no intentará ocuparse con algo por su propia cuenta.
Así se cierra el círculo vicioso:
  1. El recién nacido siente frío, o siente demasiado calor, algo lo aprieta, tiene hambre y llora. Cada vez que llora, la madre lo levanta, lo mece, lo tranquiliza, etc., sin realmente ayudarle.
  2. El niño se acostumbra a ser llevado de una parte a otra, a ser mecido. Si se deja de hacerlo, algo le faltará, no se sentirá bien y llorará. Si llora, se le toma en brazos, se le mece, se le sosiega y todo volverá a comenzar.
  3. Más adelante el niño descubre que todas esas cosas agradables que paulatinamente se le vuelven imprescindibles –ser paseado de un lado a otro, ser mecido, entretenido- las obtiene cada vez que comienza a llorar. A partir de ahí llora a menudo sólo porque quiere ser mecido, llevado en brazos, entretenido.
  4. Dado que el llanto ha tenido tanto éxito, comenzará a expresar todos sus deseos mediante el llanto. En el sentido más literal de la palabra, “todo se lo gana llorando”.
No es exagerado decir que de este modo en cierta forma se educa al
bebé para que llore, que se lo acostumbra a llorar. Como si se quisiera que llorase todo lo posible. Su llanto podría reducirse a una fracción si se lo acostumbrara tranquilamente a moverse con libertad, a buscar una posición cómoda en su cuna y no a ser llevado en brazos todo el tiempo*.
Pero es una equivocación, decir que “el bebé llora porque está mojado”. De hecho suele encontrarse mojado al bebé que llora cuando se lo muda. Pero casi siempre también lo encontraremos mojado al mudarlo cuando no llora.
Es una equivocación decir que el lactante llora durante los primeros meses “porque está oscuro” y que no le gusta la oscuridad, que le teme. Por el contrario: la oscuridad lo tranquiliza, le agrada, pues vino de la oscuridad; es a la luz que debe comenzar por acostumbrarse.
Es una equivocación decir que el lactante “reclama compañía”, que “llora porque está solo y se aburre”. Mientras menos se moleste al lactante, tanto mejor se siente.
Es una equivocación decir que el recién nacido solamente se siente bien y protegido en los brazos de la madre, o cuando al menos ve a su madre. Un lactante cuyas necesidades han sido satisfechas y que se encuentra debidamente arropado descansa tranquilo, sosegado y lejos más cómodo y liberado en su cunita.
Es una equivocación decir que un bebé educado con tranquilidad, en silencio y en paz “más adelante no soportará el ruido” y “se volverá nervioso”. Por el contrario: un lactante inmerso desde el comienzo en un medio ruidoso e inquietante se vuelve nervioso no más adelante, sino que inmediatamente después de su nacimiento. El recién nacido percibe todo el mundo circundante como ruidoso e inquietante y con dificultad se va acostumbrando a él, con tanta dificultad en verdad que le toma meses acostumbrarse a él. Recién entonces podrán advenir paulatinamente la inquietud, el ruido y los sonidos.
Desafortunadamente nosotros, los adultos, somos más o menos impacientes, inquietos e inquietantes, y por esa razón nuestros hijos tarde o temprano también se volverán inquietos.
De modo que aquí sólo se trata de ver qué es más ventajoso: si exponer al niño inmediatamente después de su nacimiento y sin miramientos a las influencias inquietantes, o hacerlo sólo más tarde y de modo gradual, ya que sea como sea no podremos evitarlo. Los primeros años de vida y, en ese contexto, los primeros meses de ella, son de importancia decisiva para el posterior desarrollo del individuo. Esa es la base sobre la cual se estructurará todo lo posterior. Si esa base es firme, entonces la estructura podrá soportar conmociones mayores. Por esto intentamos especialmente al inicio, en la edad más temprana, asegurarle al niño las condiciones más favorables, porque de ese modo le ofrecemos una ventaja en su desarrollo, que le será útil en el transcurso de toda su vida. Pero si la calma interior, el equilibrio anímico del niño, es perturbado por los acontecimientos de las primeras semanas, de los primeros meses, se produce un daño difícilmente recuperable, cuyas consecuencias habrá de sobrellevar por el resto de su vida. Se volverá más débil, desprotegido y menos resistente contra las contrariedades y las conmociones sufridas desde el exterior (del mismo modo como una herida sufrida durante los primeros años, ahora no en su desarrollo anímico, sino que en el físico, dejará en él marcas que sufrirá para el resto de su vida).
La tranquilidad y la paz de los primeros años no podrá ser después repuesta o reemplazada por cosa alguna.
También cuando existan hermanitos mayores tendremos que esforzarnos por asegurarle cuanta tranquilidad sea posible al recién nacido. La costumbre de los hermanos de jugar ruidosamente en sus cercanías debiera ser contrarrestada y, de ser posible, debería instalarse al bebé durante el día en un cuarto alejado del espacio donde juegan sus hermanos.
La tendencia de los hermanos de tratar al recién nacido como a una muñeca debiera ser redirigida y reemplazada por su integración al cuidado del bebé.
Finalmente, todavía otra importante observación: si el bebé ya se ha acostumbrado a llorar por todo y la madre, apenas él llora, lo mece etc., ya se habrá creado una situación difícil de revertir.
No debemos intentar recuperar los errores ya cometidos mediante que de un día para otro decidamos “dejar llorar” al niño. Esos intentos de desacostumbramiento violentos y duros acarrean más daño que beneficio (al igual que intervenciones violentas y repentinas en general). Sólo con mucha paciencia y en forma paulatina puede cambiarse el hábito del niño.
Tampoco debe procederse más tarde, cuando el niño ya es mayor, a abandonarlo o castigarlo cuando llore o grite, incluso cuando pensemos que no tiene fundamentos para llorar o berrear. Nadie grita ni se queja de alegría. Un niño que llora o que pasa quejándose siempre será un niño infeliz, o siempre será un niño muy, pero muy inquieto, aun cuando el motivo que suscitó el llanto nos parezca una nimiedad o algo tonto.
Resumiendo: Por supuesto que con todo lo anterior no quiero decir que no debamos ser cariñosos con el bebé, que no le sonriamos, que no le hablemos alegre y amistosamente, le cantemos, lo tomemos en brazos y lo acariciemos, o nos ocupemos con él de alguna otra forma. El bebé necesita amor. Al amamantarlo, bañarlo y durante las otras actividades, el lactante debe sentir que lo amamos. Y cuando llore, cuando le ayudemos, lo soseguemos –limitándonos, eso si, a lo esencial- no le ofreceremos entretención extra.
Seamos amorosos con el bebé, tratémoslo con calma, amorosamente, amistosamente, cuidadosamente. Quien tome a su bebé con rudeza o tolere que otros lo traten con rudeza, quien lo trata de forma mecánica al mudarlo, quien exprese cruda violencia al amamantarlo o alimentarlo no podrá esperar, por supuesto, que su niño se sienta seguro, que se sienta en un entorno afectuoso. Cuando yo hablo de lo que una madre debiera o no debiera hacer en el curso del desarrollo del lactante y del niño pequeño, parto del supuesto de que esa madre no se conducirá de modo “nervioso”, apurado ni violento cuando lo vista, lo bañe, lo amamante, sino que tratará al lactante de modo tal que este perciba sus manos como algo seguro, cuidadoso y benevolente. Solamente así el niño podrá percibir aquel amor que forja esa seguridad que tanto anhela el bebé.
Pero el trato amoroso no se puede reemplazar ni con cantitos ni meciendo al pequeño, ni con pasearlo de aquí para allá. Esas más bien suelen ser señales de impaciencia y de nerviosismo, no de empatía. Con qué rapidez suele aflorar el verdadero sentir solapado: “¡Ah, qué terrible como grita este chiquillo! Voy a volverme loca con esos berrinches espantosos. ¡Si sólo dejaras de gritar!” Un solo gesto espasmódico, iracundo, impaciente de la mano que mece lo dice todo. Y cuántas veces los niños no son llevados a la cama de modo violento por padres amargados, agotados, al borde de la desesperación, después de que han mecido y paseado por horas a un niño “insoportable”. Y probablemente esa fuere una ocasión en que el bebé requería de la mayor de las ayudas. Este tipo de preocupación –aparentemente desprendida- no ofrece ayuda, no entrega amor ni cuidado, y en el mejor de los casos distrae de tiempo en tiempo la atención del bebé de la causa de su llanto.”
*modificación de Carina Vaca Zeller